DEMOÑO

Cayó de la garrofera donde maduran los gatos. Bastante antes de tiempo. Un golpe de viento acaso. La pequeñez absoluta, salvaje, sin carne ni ojos, solo negrura y pelusa, y hambre llena de arrojo.

Pero encontró el piensito. ¡Pero qué bien! ¡Milagro! ¡Pero se puede comer, hay montones de regalo! Y metiendo las patitas delanteras, paréntesis en donde su corazón se sujeta inestable, comió con todo su miedo y con más fuerza que nadie. Trozos de pienso, y no lo pienso y me atraganto, pero mientras voy comiendo y mirando hacia los lados. Otros gatos. Pues yo juego. Ahora que tengo fuerzas y puedo. No me parecen muy malos, pero si me hacen daño, los rajo.

Medialuna en su cabeza, cornamenta pequeñita, forman sus dos orejitas que lleva como tiara, con toda serenidad, con todo el garbo del mundo y toda la seriedad. La mitad de su cuerpo es miedo, la otra curiosidad. Sólo por eso aprende, muy despacio, sin fiarse, como siempre debe ser, que soy alta, grande y rara, pero no soy de temer. Mis trocitos suculentos no le convencen, aún no me encuentra a su altura y no sé si alguna vez lo hará. Si yo tendré esa dicha. Ese privilegio astral.

Negrura de charol, ahora que lleva días comiendo y esa pelusilla escasa va brillando y va creciendo. Negrura sin resquicios, sin perdón, sin excusas, paliativos, sin descanso ni refugio para ningún otro color. Solo a veces deja fuera un trocito de la lengua que de la boca le cuelga . Como si se burlara. Como si dijese, mira, esto es para partirte el alma.

Y le pusimos Demoño, y Demoño se quedó y se queda por ahora mientras no cambie el viento y decida que para usarlas están todas sus otras vidas. Sigue siendo pequeñez, saltos, brincos, delgadez y juegos continuos que yo quisiera aprender.

Hay una madre gatuna que le aparta a capones, pero ha conquistado a otra que tiene un par de mamones. Y aunque no llegue adoptarle, no le aparta de su lado. A mí da mucha pena ver como los demás buscan a su mamá y Demoño no la tiene y no la buscará más. ¿Qué habrá pasado? ¿Qué gata en su sano juicio le ha abandonado? No la hay, no le han dejado. Ninguna gata del mundo deja por su voluntad a una cría tan sana a su suerte y ya está.

Pero soy yo la que lo pienso. Demoño no pierde tiempo en dolerse, sentirse mal o compararse. No está triste. Solo está lleno de vida y de ganas de vivir, aprovechando todo lo que tiene. Ahora, aquí. Vive, come, salta, juega, bebe y se defiende de todo con sus garritas ingenuas como espinas de una rosa en un apartado planeta.

Ojalá te siga viendo. Ojalá por aquí siempre. Quiero vivir como tú este momento presente, que es lo único que hay, lo único que se tiene, y viviéndolo así es tan pleno que no hay lugar para más. Ni pasado ni futuro. El ahora es la eternidad.

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He estado allí

He estado allí y ahora lo sé. En lo que llamamos sueños se vive y se está y las cosas suceden de forma diferente a la del mundo de la vigilia. La puerta por la que pasamos al otro lado se abre cada vez que, cansados, dejamos de vigilarnos a nosotros mismos con esa conciencia que todo lo quiere controlar y ordenar.

De no ser así ¿estaríamos locos? ¿Nos llamarían locos por atravesar la entrada cuando quisiéramos, despiertos, y permanecer allí mientras los demás nos observan y catalogan? ¿O quizá no fuéramos dueños de esa abertura, por la que pasaríamos sin poderlo remediar y no podríamos salir de la otra realidad a voluntad? Habría locos privilegiados, sabedores del arte de entrar y salir de esa realidad y pobres locos, a merced de las circusntancias.

Me levanté porque como siempre que duerme en casa, Chispi me pidió su desayuno muy temprano, aún de noche, siguiendo las costumbres aprendidas de Rita.

Fui a ponerle la comida fuera de la casa. Vinieron los otros gatos y Chispi se convirtió en otra gata, más pequeña y muy cariñosa.

Eché un vistazo alrededor. El campo estaba bonito y oscuro, y por la parte de atrás del terreno, vallado con hierros de trazado moderno, de color gris forja y de un metro de alto, que conectaba con una ancha acera proveniente del pueblo, se escuchaban voces y ruidos. Eran un señor y una señora. Él le decía a ella: -Pero mujer, no vayas por ahí que eso es una casa, es terreno privado. Ven por fuera de la valla. Pero ella, aturdida, con su bolsito rojo y su abriguito marrón, estaba quieta dentro de la parcela, sin saber qué hacer.

Fui hacia ella. Había un poste de cemento cerca de la valla rectangular, de un metro y medio aproximadamente. Me encaramé en él -llevaba pijaba y algo así como una bata- y escuché una música deliciosa que venía del pueblo. Estarán en fiestas, pensé. La música era tan encantadora que tuve miedo de que me atontara tanto que me hiciera caer del poste. Entonces, haciendo un esfuerzo por dejar aquella maravilla que me atrapaba, bajé, cogí a la señora del brazo y me la llevé hasta la puerta de la casita, explicándola que no pasaba nada, que no tuviera miedo.

Cuando lo iba haciendo iba pensando que era todo muy extraño, que todo había cambiado pero que no era un sueño, porque yo estaba allí, estaba, estaba con seguridad. Al darme la vuelta hacia la casita, la ingenua y linda casita de Chiva, ya no era ella, sino una casa con un gran ventanal que llegaba hasta el suelo, y dos puertas también de cristal de doble hoja, correderas, a cada lado, haciendo chaflán. Manu estaba detrás de una de las puertas correderas, que tenían una célula eléctrica que se abriría al ponerte frente a ellas. Pero no se abrían, tuve que separar las hojas con la mano, y al hacerlo, apareció otra puerta, y al abrirla otra puerta más… Él, que estaba sentado en un gran escritorio se levantó y me dijo que no, que no era así, que no se hacía así y que tenía que ir por la otra puerta. Lo hice, y al entrar, Manu me recibió muy cariñoso, con los brazos abiertos. Yo estaba encantada y le dije que vaya sorpresa que me había dado, porque aquella era la casa del nuevo terreno que habíamos comprado.

La casa estaba lujosamente decorada en estilo rústico, muy bonita, pero muy oscura. Como si fuera una casa típica de Asturias o del Norte de España. Maderas muy oscuras en suelo y techo, vigas apoyando los tejados, y alfombras muy peludas y muy persas. Mesas, decoración, luces, todo muy cuidado. Manu tenía también una iluminación personal, como si se hubiera puesto en el cuerpo una luz baja de ambiente. Le dije que estaba reluciente, como si tuviera radioactividad y se rió. Era muy original y muy bonito.

Luego, pasé dentro de la casa. Había una gran cocina rústica, con un pequeño aseo que comunicaba, sin puerta, y un comedor dentro de la cocina. Allí estaba Haizea. Se la veía contenta. Seguí viviendo en aquello. Estaba claro que todo era real aunque había cambiado mucho. Haizea fue al baño, hizo pis y al levantarse vino hasta mí, que estaba sentada en una silla del centro de la cocina. Se subió la cremallera de la bragueta del pantalón de manera decidida y ágil, mirándome con un gesto altivo y socarrón, pero no era nada desafiante. Ella era así. Entonces pensé que se había dejado crecer un poco el pelo, una pequeña melenita casi rubia. Y también pensé que entonces, sí, sí se parecía a mí cuando tenía su misma edad. Le pregunté que qué había pasado, que cómo había cambiado todo tanto. Ella se sonrió y me dijo: -¿Pero no lo sabes? ¿De verdad que no sabes lo que ha pasado?

Luego me miró y de repente, se quedó con la boca abierta, como paralizada. Me acerqué a ver qué le pasaba, por si necesitaba ayuda. Y le miré de cerca la boca, que era como un rectángulo. Haizea se convirtió en una puerta grande, gruesa, de madera oscura con un cuadrado pequeño abierto en su tercio inferior, justo en el centro. Por aquél cuadrado, cortado recto y limpio y sin cristales, se veía un largo corredor oscuro al que daban bastantes puertas, oscuras también. Me dije que aquí todo pasaba de otra forma, pero lo acepté. En esta realidad las cosas eran así y funcionaban de otra manera, nada más.

Salí al exterior de la casa. Había, en un lateral, varios gatos, la gata carñosa y una camada de gatitos pequeños muy bonitos. Al lado, había también un animalito justo como si se hubieran mezclado un o una gatita tuxeda con un pequeño husky, precioso, porque tenía tamaño y carita de gatito y los colores y la expresión de ojos, orejas y rabo de un husky. Tenía también con ella cuatro o cinco cachorritos preciosos. Yo sabía que no podía volver a la realidad que me era más conocida y con la que comparaba a ésta, pero pensé que si me tiraba al suelo y pensaba fuerte, fuerte, que me desmayaba y perdía el sentido, aparecería en el otro lado. Y eso hice, me tiré, me mareé y me desvanecí, pero eso sólo hizo que me teletransportara al interior de la casa.

Me marché al salón, que tenía un conjunto de sofá y dos sillones a los lados, tapizados de terciopelo verde manzana. En uno de los sillones, estaba tumbado y dormitando un señor desconocido, con bigote gordo y gorra como las de los cazadores, calvo, según lo que me contaban las patillas que le aparecían por debajo de su sombrero. El sofá estaba vacío, y en el otro sillón estaba Manu. Tenía, sobre él y tendidos de lado a lado, como gatitos estirados, una niña y un niño de unos 6-8 años, y una mujer, sonrientes todos. Volví a preguntar qué había pasado. Manu casi no podía hablar ni verme, de tantas personas que tenía encima y tan aplastado que estaba. Pero la mujer me dijo: ¿De verdad que no sabes lo que ha pasado?

Entonces, un torbellino de aire y humo me aspiró con fuerza hacia arriba y volví, para escribir y contaros cómo son las cosas allí.

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Nota de prensa

Recientes estudios llevados a cabo por el equipo del genetólogo Sensorround en la universidad de Put-in-Bay, Ohio, han descubierto un nuevo rasgo genotípico de la especie humana que se exterioriza en algunas ocasiones, cuando las circunstancias ambientales son propicias, causando serios trastornos al engendro humano.

Es un alelo recesivo del cromosoma Y, y… una característica ancestral que los protosimios y primeros primates comenzaron a desarrollar, con ayuda de los primeros primos. Entre primates y primos, ya se sabe que no hay seres divinos, lo que no impidió que esta sensación se hipotalamizara subrepticiamente, dando lugar a lo que Blessedless-Modorrovski y Kaymen, colaboradores del equipo de Sensorround, han acuñado como Forestofobia

La Forestofobia es una enfermedad sísintomática que afecta hasta a un 40% de la población occidental actual, en sus grados leve, moderado y severo Ochoa. Hasta ahora, no resultaba llamativa hasta encontrarse las personas afectadas en el grado moderado, ya que solemos vivir en grandes núcleos urbanos, aunque sí es muy reconocible en el medio rural.

Cuando son poseedores de una casa de campo o de un chalet, que voluntariamente han adquirido o heredado sin saber por qué, los forestofóbicos alejan o arrancan cualquier árbol o vegetal que las rodee, hasta dejar una superficie acementada o petrificada amplia, de al menos cuatro zancadas de gigante nórdico. Si acaso algún pariente cercano les insiste en que están en la naturaleza, que la naturaleza es bonita y que para eso estarían mejor en un piso, los forestofóbicos suelen tener alguna condescendencia, colocando algún matojillo o arbolito de esos que se pueden domesticar bien, en algún alcorque visible desde las ventanas del primer piso de la residencia.

Los casos graves de Forestofobia se acompañan de cementación completa de superficies, construcción de muros protectores de la naturaleza -para protegerse de ella- y pérgolas sustitutorias de árboles de sombra.

En ocasiones, los síntomas de Forestofobia se acompañan de maniomalia -manía a los animales- a los que, en términos globales, generales y absolutos, consideran dañinos, peligrosos y responsables de la enfermedad y la muerte en el planeta Tierra.

Los orígenes de esta enfermiza enfermedad se remontan a los momentos en que, ramoneando de árbol en árbol, nuestros primeros primos primates tenían que ir arrancando ramas y generando agujeros para no perderse de vista, mientras aprovechaban para alimentarse. Después, ya en las cavernas, cuando decidieron que fuera se estaba mejor, tuvieron que luchar a brazo partido para que las espesas selvas no se tragasen sus pequeñas construcciones de material inflamable. Más tarde hicieron templos, grandes construcciones, siempre pensando que la naturaleza estaba bien, pero que había que ponerle coto, o sea, que era bonita pero salvaje y peligrosa.

Es una enfermedad contagiosa, según nos indica el profesor Kaymen: “Por el momento sólo hemos descubierto sus orígenes genéticos, pero no las formas de activación o contagio. Pueden estar en el aire, en las bolas de pelo o en las visitas a estos individuos, o quizá compartiendo cubertería. Se ha constatado algún caso raramente grave, -añade Kaymen- de personas que se introducen en medio de un bosque bajo una cúpula de cemento. La buena noticia es que puede tener cura, primero, con algún tiesto aislado colocado en las proximidades de las viviendas. Después, con alguna mascota introducida con suavidad en las casas. La perseverancia, en estos casos, es la madre de la tolerancia”-finaliza el amable científico.

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La cazadora

 

-Traigo un petirrojo, estaba malito.

Tenía la gripe, volaba bajito.

 

-Gata malvada, cruel, asesina,

¡Vete corriendo de mi cocina!

 

-Tal vez prefieras un ratoncito

Gordo, jugoso, recién cazadito.

 

Y me lo deja aquí a los pies

Para que vea bien lo que es.

-Gata sentada, con tu colita

De gran mapache, enrolladita:

¿No te da pena hacerles daño?

¿Clavarles dientes, que sangren tanto?

 

-Yo solo quiero darte un regalo

Por ser mi amiga y quererme tanto.

Yo te lo cazo, yo te lo como

Y yo te ofrezco estos tesoros.

Te doy mis garras. Sé cazadora.

Vayamos juntas ¡ahora es Ahora!

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Tío Tito

Será la Navidad, que me ha traído a la cabeza la imagen del tío Tito, sentado en un banco de la plaza de Atocha, solo, con la mirada tendida a lo largo de la calle mirando qué sé yo qué.

Hacía mucho que no lo veía y ese encontrármelo así, con los pantalones desgastados, delgado, viejo y descuidado me hablaba de abandono. Propio y de los demás. Naturalmente, no me reconoció. Y yo, si no hubiera sido por esa gorrilla de cuadros sucia y esas gafas baratas y antiguas, de cristales gruesísimos que seguían siendo su seña de identidad cuando cenaba en nuestra casa en Nochebuena, quizá tampoco.

Solo, ausente, mendigo y vulnerable. En eso se había convertido. El tío Tito que venía escasamente de visita cuando yo era pequeña, con sus andares torpes y sus pies planos. Con su bronquitis crónica que le hacía toser y sorber continuamente y que a mí me daba tanto asco. Con su colonia casposa de los días de fiesta, su tripita y su chaleco de lana en el que no faltaban las manchas. Sí, todo eso lo veía y no me gustaba. Detestaba su forma ruidosa de sorber la sopa y soportaba su presencia a duras penas porque la Nochebuena es así. Sospecho que ese asco y ese desprecio eran un reflejo de los comentarios que mi madre le dedicaba continuamente, de la manera de hablar de él que tenía. La escuchaba hablándole a mi padre, que soportaba o defendía tímidamente a su hermano, a ese hermano diferente al que nadie quería ni deseaba cuidar. Tito era un vago, no era una persona con problemas. Era sucio y estaba enfermo porque bebía mucho y era un caradura que siempre estaba pidiéndole dinero a mi padre. Eso era lo que mi madre decía. Continuamente. Creo que fue en aquellos años, con aquellas Nochebuenas en las que comprendí lo profundamente hipócritas que eran las relaciones sociales y familiares.

Porque a pesar de todo, tío Tito cenaba en Nochebuena. Y mientras estaba frente a él, mi madre le trataba como si le quisiera. Como si le considerara. Como si le importara, después de haberme impregnado de su propio asco.

Y ahí estaba ahora, después de ¿veinte años?

Mi padre, que entonces empezaba su calvario personal con la enfermedad de mi madre, se llenó aún de más angustia e intentó ayudarle. Iba a llevarse su ropa sucia de la pensión en donde vivía para lavarla y que no le echaran y finalmente… bueno, finalmente le echaron y murió poco después ingresado en una residencia para enfermos terminales, en su caso de cáncer de pulmón. Tuvo el honor de ser el último miembro de su familia enterrado en el panteón familiar de la Almudena.

La historia de tío Tito, siempre versionada, siempre contada en voz baja, siempre sin ser contrastada, apuntaba con claridad al desprecio del diferente, del que supones inferior y además, al que no te atan los ineludibles lazos de sangre. Ese tonto, esa embarazada, ese gay, esa drogadicta que siempre hay en todas las familias para empañar su honor. Nunca supe del todo si era diferente -todos lo somos- desde que nació o, como también me dijeron, como consecuencia de un gravísimo accidente por el atropello de un tranvía, (¿era un tranvía o un camión del ejército?) que le dió un golpe fuertísimo en la cabeza con lo que se le formó un coágulo de sangre (¿o fue un coma?) que le dejó… así.

Pero sobre todo, la historia de tío Tito es la historia siempre versionada, siempre relatada en voz baja, de una guerra y sus desastres. De lo que nunca debe ser contado, de lo que es mejor olvidar. De todo aquello que nos hace mirar hacia otro lado, como si no existiera.

 

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La contienda

Había soñado con ser cowboy, con montar un caballo hermoso al que ponerle un hermoso nombre, que fuera una prolongación de su cuerpo y su compañero y confidente. Sería negro azabache y lo tendría brillante de tanto cepillarle el pelo. Iría a impartir justicia por esos pueblos vestido con pantalones con protecciones de cuero castaño, sombrero de ala ancha adornado con tachuelas de acero y chaleco con adornos de flecos. El clipiti-clop del trote de su montura anunciaría desde lejos su presencia a todas las gentes de bien que esperaban su ayuda, siempre viajando.

Pero también había soñado con explorar países lejanos a la búsqueda de civilizaciones perdidas que rescatar y dar a conocer. Organizaría un equipo. Dedicaría su vida entera y sería ejemplo de meticulosidad. Otras veces soñaba con realizar investigaciones biológicas que ayudaran a retrasar la enfermedad, que paliasen el dolor. Se imaginaba horas y horas en el laboratorio sin pensar en nada más. Otras, quería estudiar veterinaria para poder ayudar a todos aquellos que no tienen voz y sufren. Y ser astronauta… no, eso sí que no se atrevía a pensarlo. Debía ser tan difícil… bueno, atreverse sí, e incluso a imaginar cómo pilotaría una nave y cómo gestionaría un viaje al espacio, pero no era algo tan real como lo demás.

Y ser soldado. Tanto le gustaba la parafernalia militar que se ponía el casco olvidado de su padre, aquél atravesado por un agujero de bala cuya historia nunca le fue contada a pesar de su curiosidad. Se fabricaba armas con lapiceros y corría por toda la terraza agazapándose y persiguiendo a las mariposas, potenciales enemigos que, tras su apariencia ingenua, desarrollaban una impecable táctica de ocultación para dejarse caer sobre cualquiera al menor descuido. Los veteranos de guerra que aparecían en la televisión, con sus cicatrices dándoles ese aire de duros e impenetrables le parecían el colmo de la esencia del ser humano. Les envidiaba.

Y ya sabéis lo que pasa cuando algo se sueña y se desea mucho. Que a veces, se transforma en realidad. Y así fue que marchó a la guerra voluntariamente, con su casco, su arma ligera y pesada a la vez, y su traje color ejército, deseando entrar en combate. Se iba metiendo en todos los fregados, ayudando a todo el que podía y acercándose cada vez más a la línea de fuego. Todo lo demás le parecía cobardía, no estar de verdad en donde tenía que estar. Los veteranos, miraban escépticos cómo se arrastraba por la trinchera para irse acercando, para tirar una granada. Sentían lástima y tenían ganas de reír al mismo tiempo. Tan joven, tan idealista, tan bueno… no merecía morir. Le intentaban cubrir, pero se enfadaba… no, no quería protección. Sólo quería llegar a tener aquellas cicatrices que ellos tenían.

Las balas silbaban. No importaba. El estruendo y el fuego lo convertía todo en caos. No importaba. Y finalmente, como es fácil suponer, una bala pasó acariciando su hombro izquierdo y otra, casi al mismo tiempo, se alojó en su glúteo del mismo lado. El dolor fue cegador, pero lo peor de todo es que tuvieron que llevárselo del frente. Llorando, soportó su destino mientras la camilla transportaba su dolorido cuerpo al hospital.

Pero y lo que es la mente. Kaleidoscópica y transformadora, le ofreció rápidamente la alternativa, el consuelo a esa despedida de la contienda.

-Por fin- le susurraba a su oído- vas a tener esas cicatrices que tanto has envidiado a los veteranos. En realidad, eso eres tú también ahora.

-Sí-… -le dijiste mientras aún conservabas algo de conciencia, mientras la anestesia no te había hecho olvidarte todavía de quién eras y dónde estabas, qué te había pasado- Sí, es verdad… tendré unas hermosas cicatrices que mostrar. Yo también seré la quintaesencia del valor humano. Todo el mundo sabrá que las tengo porque no me quedé en la retaguardia, porque tuve valor, porque me empeñé en luchar en primera fila de combate…

Al despertarte, tardas un poco en recordar quién eres, dónde estás, qué te ha pasado. Pero de pronto, te acuerdas de las cicatrices.

-¿Qué tal están? ¿Son grandes? Es que no me las puedo ver porque las tengo justo sobre el omóplato y en el glúteo.

-Pues la del hombro han sido tres puntos, y la del glúteo, catorce grapas, o sea, sí, grandecitas. La del glúteo es transversal, tómate Paracetamol si te duele- dice el médico de forma impersonal.

Te llenas de orgullo al imaginarlas. Lástima no tenerlas en la barbilla o la frente, no te importaría nada.

-¿Me acercas un espejo, hija, por favor?- Y sí, ahora las ves bien. Lucen hermosas. Jugueteas con la idea de ponerte un parche en el glúteo, como si fuera un parche pirata en el ojo y lo comentas con tu hija.

-Te puedes poner un parche, mamá, pero iba a ser incomodísimo. Peor que llevar la tira de un tanga incrustada.

-Sí, es verdad- le dices mientras os reís las dos.

Por fin tienes físicamente esas preciosas cicatrices que lucen quienes no se han quedado en la retaguardia de la vida.

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Calatañazor

Tendría seis o siete años cuando fui a visitar Calatañazor. Fue a iniciativa de mi madre, nacida en un pueblito que curiosamente aún sigue existiendo, con muy pocos habitantes, eso sí. Alcubilla de las Peñas se llama. Estuvimos buscando la que había sido la casa en donde nació, ahora paredes derrumbadas, sólo cimientos. Quedaba el corral, en el que ella recordaba haber jugado mucho con los pollitos y haber alimentado a las gallinas. Gatos y perritos, recordaba también como amigos. Ahora que lo pienso, quizá fue esta la causa de la ternura que siempre tuvo con los animales y de la buena relación que nos ayudó a mantener con todos los que caían en nuestras manos. Sí. La nuestra era una de esas casas en donde iban a parar todo tipo de animalitos: canarios, tortugas, ratoncitos, gatos, cangrejos -mi cangreja Sherezade, nombre puesto por mi padre-, mis caracoles a los que les hacía casitas y patos. Sí, patos también, en un piso de Madrid. No duraron mucho, pero los tuvimos durante unos meses. Y todo esto, fue porque mi madre había jugado mucho con los animalitos en su casa de Alcubilla de las Peñas.

De paso que hacía un viaje con todos nosotros para investigar en su pasado, nos llevó a ver Calatañazor. Debió ser el momento en que se reparó en ese puñado de casas que habían permanecido igual viendo pasar los siglos desde que fueron construidas. En que se pusieron de moda y entraron en la corriente turística. Como los paradores nacionales, especie de red de hoteles de lujo que se construyeron en lugares emblemáticos de España. Siguen ahí, por cierto.

Guardaba un recuerdo neto de Calatañazor. Una imagen mía pequeña yo, inmersa en el pasado, metida en piedra de suelos y paredes y en madera de paredes y techos. Y desde entonces, deseo de volver muchas veces. Pasaron cincuenta años -no es nada- pero por fin volví.

Creo que Calatañazor ha hecho un pacto con alguien para que el tiempo se detenga en él. Para que se quede remansado como una nube atrapada por las montañas a las que pertenece. Desde ellas se puede hablar con los buitres que viven al otro lado del cañón del río Milanos que ciñe al pueblo con cinta de agua y que dan vueltas mirando a los pájaros que no vuelan, esos que gritan tanto, que somos nosotros, desde muy cerca. Se acercan a la torre del castillo, prolongación del peñasco que sirve de vigía natural para la entrada del pueblo, desde la que se ve todo el valle, a mucha distancia. Imposible que se acercara nadie sin ser visto. Protección absoluta. El pueblo, vigilado en la parte abierta al valle y cerrado por murallas construidas sobre roca por todas partes.

Al lado de la entrada que permite la torre se conservan restos de antiguos enterramientos. Una gran piedra de granito que tiene talladas tres tumbas, para que tres personas pudieran descansar en ellas con la cabeza orientada a la meca. ¿Cuántos turistas desde que Calatañazor se «descubrió» se habrán metido en ellas para probar a saber qué se siente, para jugar a ser muertos?

Las calles, las casas, el pueblo entero hace hablar en susurros, respetuosamente. Es preciso escuchar los sonidos del viento, de los pájaros, de los pequeños crujidos de la madera. Sigue inalterablemente igual a cuando yo lo conocí. Piedra, adobe y madera sin tratar siguen sosteniendo las casas. Las traviesas, los balcones y los entramados de las paredes están hechos con madera de sabina, todavía presente en bosques cercanos, en uno de los mayores de Europa, relicto de épocas pasadas en que los bosques de sabinas eran masivos en Soria. Esta madera debe ser -a la vista está- enormente resistente y flexible. Esos árboles llevan más de quientos años cortados y, sin tratar ni pintar, aparecen constantemente, sosteniendo los edificios. De hecho, en los pisos altos las ramas se usaban para construir las paredes. Se clavaban sobre el suelo varias ramas fuertes verticalmente y después se ponían entre ellas, trenzándolas igual que si fuera un cesto, ramas largas y más finas. El entramado se cubría con adobe. Y hasta hoy.  Me gustaría pensar que en algún momento se va a llevar a cabo una labor de conservación de todas las casas. La mayoría se mantienen, pero hay algunas que no han podido resistir y se caen. Vuelven a ser tierra y piedras.

¿Diferencias entre mi primera visita y esta? Una puesta en escena turística con un par de casas de turismo rural y hoteles espectaculares, con restauraciones hermosas y costosísimas y un director de cine que vive en una casita. Y una escalera a construir para visitar la torre del castillo, obra muy grande como pude ver. Es poco, pero es mucho. Habla de unas expectativas de negocio que no se han llegado a cumplir y de una fama que debió alcanzar un punto álgido quizá en los noventa, década dorada del turismo rural.  Echando un vistazo en Idealista, descubrimos una casa a la venta de Calatañazor, de 300 metros cuadrados, restaurada como un loft neoyorkino. Con maderas, jacuzzis, suelos de cristal y muebles modernísimos. ¿Quién pensaron que podría quererla? ¿A quién esperaban para que la comprara, que no llegó nunca? Y más aún ¿quién fue el hortera al que se le ocurrió restaurar así una casa medieval? ¿No podría servir -digo yo- tanta pasta para conservar fachadas y paredes del pueblo en lugar de para ese derroche de mal gusto?

Preguntas sin respuesta, al menos para mí. El pueblo tiene alcalde, municipio y supongo que muy pocas personas viviendo en él permanentente, y a juzgar por Wikipedia, cada vez menos. Pero se le ve vivo, ahora mismo. Aunque sea por los propietarios de los hoteles. Aunque sea por el turismo. Quizá sea lo único que ha mantenido a Calatañazor cuidado y en pie.

El lugar es otro mundo que engancha a las rocas, al cielo de buitres, compañeros cercanos, a las bandadas inmensas de golondrinas que temprano por las mañanas invaden las calles piando, revoloteando y posándose en las paredes como figuritas de escayola para tomar un descanso mientras se alimentan. Se convierte uno en Calatañazor con facilidad y solo es posible deshacer el hechizo si una mano amiga -supongo- te arrastra a coger el coche y emprender viaje. Coche y coches que no deberían pasar al pueblo. ¿Qué hacen esos intrusos ahí? Almazor o Padilla o quien quiera que sea no los habría dejado entrar nunca. Se hubieran quedado en un aparcamiento a las afueras. Naturalmente.

Hay que verlo. Yo haré un tercer viaje -no sé cuando, espero que no dentro de otros cincuenta años- para ver que ya se puede subir a la torre y que las casas están igual o mejor cuidadas. Quizá que Almanzor haya conseguido dejar fuera del pueblo a los coches. Sólo que si regreso, muy probablemente, no quiera luego volver a ese mundo absurdo y ruidoso del que vengo.

 

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Histórica

Y aquél que fue un poco mi jefe entonces, me arrastró. Era el cierre del recorrido que me hizo de todo lo que había sido su orgullo profesional, de todo para lo que había trabajado tantos años mostrándome, para finalizar, la joya de la corona.

Me contuve para no dar palmas cuando marchábamos -qué pensarán de mí estos señores- así que, de momento, no se me notó gran entusiasmo. ¡La Histórica! Siempre había querido ir. Tantos años en esta santa casa y aún no había hecho la visita.

¿Visita? El coche arribó en un patio cuadrado, vivienda de la mayor encina que yo haya visto nunca en la almendra de la capital. Nos miraba, divertida. Gracias a ella, entornando los ojos y ensanchando el alma, se borraban los coches y el cemento. Las casas de corrala aparecían en un paisaje como el de la Casa de Campo. Las mujeres y los hombres charlaban llevando cabalgaduras del ronzal por un ancho camino de tierra y tomando agua de cántaros. Otros, llevaban mulas con alforjas llenas de grano.

Trotamos hacia las escaleras de entrada, seguidos por el ligero cabeceo burlón de mi amiga encina, para quien nada es desconocido. Andamos por recibidores y pasillos, yo intentando por todos los medios retener la información que se me proporcionaba, escuchando nombres, viendo personas trabajando en amplios y luminosos despachos… hasta que entramos en el pequeño taller de restauración de tapices.

Una doctoranda trabajaba en uno, enorme, extendido sobre una mesa. ¿Qué hacía? Quitaba con unas pinzas, trocito a trocito, el producto de una mala restauración anterior; un hilo amarillo que no sujetaba bien el tejido y había producido nuevos desgarrones, para sustituirlo por otro mejor. ¿Cuánto le llevaría completar el trabajo? Unos seis meses, dijo. ¿Cuántos tapices y cuántas doctorandas podría la universidad poner en buenas relaciones, con sus pequeños o grandes talleres correspondientes, para bien de unas y otros? -Pensé.  Lo pensé, y pensé si lo habría pensado la propia universidad.

Después, ya no tuve tiempo de pensar tanto; sólo de sentir. Pasamos a otro despacho destinado a restaurar esta vez libros. La especialista estaba trabajando en unir los fragmentos de un texto, algunos no más grandes que una uña, o al menos colocándolos lo más próximos posible unos de otros para dotarlos de sentido. Nos pidió que no habláramos alto, y que nos acercásemos con mucho cuidado, porque los pedacitos podían volar. Conteniendo la respiración, me aproximé. Se distinguían letras griegas, palabras en algunas ocasiones. ¡Recuperar un texto y darle significado! ¿Cuántas horas de dedicación, cuánto amor había que ponerle a aquel trabajo? Me pregunté si no debiera ser obligado en la ESO y el bachillerato -sea cual sea la rama- acudir a observar un rato la reconstrucción de la cultura y la historia, quiénes y cómo lo hacen, lo mismo que lo es la contemplación y explicación del funcionamiento de una empresa. Me iba a contestar, pero la respuesta no me gustaba nada, así que lo dejé para otro rato.

Un compañero enfrente suyo se ocupaba en restaurar una ampliación fotográfica donada como parte de la colección de un particular. Era el rostro severo de una dama joven, hermosa, con vestido oscuro y oscuro cabello recogido en la nuca. En el reverso del cartón estaba escrita a pluma su historia: En 1919, habiendo visto que su hijo caía al río Tajo y se ahogaba, por intentar salvarle, se arrojó también, pereciendo ambos…

Escoltados por mi pacientísima homóloga, llegamos al despacho principal. Y ella, la de mirada inteligente, cargada de ironía, aguda e inquisitiva, nos condujo al corazón del santuario. Pasillos, escaleras, profundidades. Llegamos a las cámaras donde no llega -casi nunca- nadie.

Reconozco que le tiré un poco de la lengua. El deseo de comunicar y la pasión estaban tan a flor de piel que se abrieron inmediatamente paso. ¿Estaba llegándoles la biblioteca de la Residencia de Señoritas? La estaban catalogando y pronto se podría consultar. Aquí estaba la biblioteca de Rubén Darío, allí otra colección particular donada… y seguimos, escuchando datos minuciosos y amplia información de todas las salas, hasta encontrarnos en otra en donde estaba lo que se había recuperado después de la guerra de la Facultad de Filosofía y Letras. Ella hacía deslizar las estanterías, que, exhalando un suave suspiro, mostraban en sus baldas, marcialmente alineados, cientos de volúmenes con tapas o sin ellas, amarillentos o con páginas blancas.

El aire estaba a temperatura y humedad constante -la cifra exacta fue recitada con devoción- .

Pero.

Había más.

Ese aire…

Era denso. Vibraba, estaba lleno. Bajo el sonido de las explicaciones, se escuchaba con claridad el murmullo ferviente, constante. Todos querían contar, todos ansiaban ser leídos. Cada uno intentaba explicar la historia que guardaba y la que él mismo era. El papel y la manera en la que estaba construido, la imprenta en donde se fabricó, los cómos y por qués de los propietarios y bibliotecas por las que pasaron ¡Tantísimas cosas!

Llegamos a la sala donde estaban los ejemplares más antiguos, los incunables y manuscritos. Aquí, con escrupuloso mimo, se conservaban restos de libros quemados en la guerra. Nunca hasta ahora había visto el cadáver de un libro. Locuaces testigos, códices del s. XIII abrasados casi en su totalidad, mostraban aún trozos de texto, letras capitales todavía con color o incluso dibujos completos.

La de mirada afilada y cargada de humor lanzó una espontánea queja. Tenía tantos ejemplares que no podía traducir, tanto conocimiento que no abarcaba a descifrar… estaban en hebreo, en griego, en latín. Necesitaba quien los pudiera interpretar y no tenía casi nadie capaz de hacerlo. Esto me devolvió a mi vicio de preguntación habitual. ¿Quiénes son los que no necesitan personas formadas en disciplinas que transmiten cultura, que nos acercan el conocimiento? La sociedad, nos dicen, no los necesita. A la sociedad, nos cuentan, le convienen más disciplinas de mayor empleabilidad. ¿Para qué egresados en lenguas muertas? ¿Quién necesita el conocimiento, la cultura, lo más peligroso a lo que se puede acercar el ser humano?

Un libro de mapas con grabados prolijos descansaba abierto en una vitrina. ¿Quiénes los habrían consultado? ¿Qué manos artistas podrían representaron aquél mundo del s. XV?

Pero no me contesté, tampoco. No ahora.

Finalmente, paramos en el Paraninfo, impresionante sala hecha precisamente para dar cabida a muchos ninfos.  Me dolió no poder quedarme más rato aguzando el oído, pero la impertinente campanilla del sentido común avisaba del tiempo transcurrido.

Fuera, en el exterior, el corro de personas se detuvo a fumar y despedirse unos momentos.

-¡Psss, psss!..

-¡Doña encina! Discúlpeme, no puedo acercarme a usted. Estoy aquí con las personas.

– Oh, vaya, qué lata.

– ¡Ya!…

– Dale recuerdos de mi parte a los cedros de la plaza de Matemáticas y a los de Agrónomos.

– Se los daré, descuide.

– No tengo noticias de ellos tan frecuentes como quisiera. Depende del viento… con quienes sí tengo más contacto es con los del Retiro.

-Ah, pues yo soy muy fan del Candelabro.

– Es una leyenda viva. Hasta de bellota escuchaba yo hablar de él.

– Bueno, doña, lo siento mucho ¡Me tengo que ir!

– ¿Vendrás otro día a verme?

– Claro. Y con tiempo. Tenemos mucho de qué charlar y eso que acabamos de empezar a ser amigas. Cuando me jubile, seguro. Pero espero que mucho antes.

– ¿Cuándo será eso?

– Unos diez años.

– Ah, bueno, un suspiro.

– Sí, doña. Un suspiro.

Asintió, con su copa dorada por miles de florecillas mientras zarpábamos, proa hacia la cotidianeidad.

No sé si he contado que el capitán del navío era el que fue un poco, entonces, mi jefe.

 

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ESCHER

Los ventanales abiertos, las cortinas recogidas. Las mujeres-peonza rojas, verdes, doradas, giran y giran por el enorme salón. El raso susurra rozando el suelo. Las enaguas crujen. Hay sonrisas arreboladas. Es oscuro sin luna aquí fuera, pero la luz de varias arañas gigantescas se derrama, rebosando los quicios de las altas ventanas y nos inunda.

No me toquéis, decía aquella fiesta. No nos toquéis, dicen los bailarines. Pero os regalamos nuestra presencia, nuestras risas bien comidas y bebidas, nuestros zapatos con hebillas de plata, nuestros suelos de parquet que os dejamos pulir; para que soñéis que un día, en alguna vida, alguno de vuestros hijos quizá los pise bailando, como nosotros.

Y pensar que yo ya he estado aquí. Que he tomado un Baileys en aquellos muebles barrocos, en esas sillas doradas y recubiertas de seda. He cumplido el deseo de cualquier ciudadano de entonces. Cualquiera, cualquier noche, pudo tomar un cubata o una cerveza en aquellas habitaciones, en aquellos montones de salas de techos altísimos pintados de reyes, reinas, nobles, dioses y querubines, con artesonados de madera y tapices en las paredes.

Así fue en los 90, cuando el Palacio era una discoteca. Bailé por la salas que ahora imaginaba en su contexto y su época. Se abrían las ventanas en las noches de Madrid para que el pueblo pudiera contemplar cómo ellos vivían, disfrutaban y bailaban. Yo, pueblo, bailé aquí por todos los que no pudisteis hacerlo cuando el Palacio de Gaviria se construyó, en el siglo XIX. Las historias que había leído sobre este emblemático edificio madrileño me hicieron sentirme como si estuviera mirando embobada y envidiosa las fiestas que allí se hacían.

Ahora, el aliciente de volver a admirarlo se completaba con el de la exposición que ha posibilitado su reapertura después de muchos años cerrado al público. Ambas cosas eran extraordinariamente atrayentes.

La exposición era de un artista mundialmente famoso. Escher. ¿Quién no lo conoce?

Pues a decir verdad, yo misma. Sabía muy poca cosa. Los dibujos de arquitecturas imposibles. Los trampantojos. Era un genio. Nada más. Así que, antes de ir, investigué en varias biografías que encontré por ahí. Ofrecían un personaje inestable y solamente llamativo en una especialidad artesana-artística: la xilografía. No destacaba en nada más. Un artista reconocido fundamentalmente por sus juegos visuales y sus trampantojos, sin mensajes, sin pretensiones de transmitir nada al espectador. Sin interés por la realidad.

Poco a poco me fui asombrando con el esplendor del palacio y con la obra de Escher. Las salas eran mucho más ornamentadas de lo que yo las recordaba. El xilógrafo pasaba en ellas por una primera etapa Art Nouveau, una segunda modernista y una tercera de construcciones imposibles, bastante conocida. Aquí, en medio, había un diario y fotografías suyas.

Y me miró. Con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba bronceado por el sol, el viento alborotaba sus rizos, rodeado de sus amigos, mujer, hijos. Me decía: “Soy feliz, vivo pleno”. En una imagen tocaba, sobre un acantilado, un instrumento que no he podido identificar todavía, mezcla de xilófono y flauta de Pan, concentrado y soñador.

Los grabados rítmicos con motivos tomados de la naturaleza, como los de la Alhambra. Las metamorfosis que parten de nada y llegan a cualquier forma para seguir en Perpetuum mobile hacia otra distinta y luego volver a ser nada. Le encantaba Bach, y lo escuchaba muchas veces mientras trabajaba.

Los viajes hacia el infinito y regreso. Los grabados tridimensionales ejecutados mejor de lo que lo haría un ordenador hoy día. Los infinitos juegos perceptivos… ¿No quería transmitir nada? Lo transmitía todo. A mí me llegó por oleadas, con todo el sentido cómplice para quien le mira. Todo está en continuo cambio, en continuo proceso, nada es lo que parece, todos formamos parte de un universo cambiante cuyo ritmo está en los sonidos, en los movimientos, en las formas, caminando juntos. No existe la realidad, existe lo que percibimos con nuestros sentidos, que pueden deformarla o transformarla. ¿Es poco mensaje éste para transmitir? No sé si Escher tuvo alguna aproximación a la doctrina budista; nada de eso dicen sus biógrafos, pero para mí fue un ser que alcanzó la iluminación y nos la transmitió.

Aún aturdida, dejé que la inmensa escalera de mármol del edificio me sacase de él y que me depositara con suavidad en otro mundo, en otra realidad, tan cambiante como todas las que podemos llegar a conocer.

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Poemas sueltos de Gloria Fuertes

ERA PASTOR DE GATOS

Era pastor de gatos y tenía

una larga callada por respuesta.

Las noches las pasaba en los tejados,

jugando con las hebras.

Los gatos y las gatas le miraban,

apoyado en las cuatro chimeneas;

el pastor de gatos se reía

por nada o mirando a su vecina prisionera.

Era entendido en noches y sabía

sin mirar el reloj la hora que era,

y subía y bajaba su rebaño de gatos

por los campos de tejas.

Algunos aseguran que está loco,

otros que está poeta,

yo, que le trato mucho, sólo digo

que es un sabio vestido de princesa.

 

SOCIEDAD DE AMIGOS Y PROTECTORES

Sociedad de Amigos y Protectores

de Espectros Fantasmas y Trasgos.

Muy señores suyos:

Tengo el disgusto de comunicarles

que tengo en casa y a su disposición

un fantasma pequeño

de unos dos muertos de edad,

que habla polaco y dice ser el espíritu del Gengis Kan.

 

Visto sábana blanca de pesca

con matrícula de Uranio

y lleva un siete en el dobladillo

que me da miedo zurcírselo

porque no se está quieto.

 

Aparece al atardecer,

o de mañana si está nublado

y por las noches cabalga por mis hombros

o se mete en mi cabeza a machacar nueces.

Con mi perro se lleva a matar

y a mí me está destrozando los nervios.

Dice que no se va porque no le da la gana.

 

Todos los días hace que se me vaya la leche,

me esconde el cepillo la paz y las tijeras;

si alguna vez tengo la suerte

de conciliar el sueño,

ulula desgañitándose por el desván.

Ruego a ustedes manden lo que tengan que mandar,

y se lleven de mi honesto pisito

a dicho ente,

antes de que le coja cariño.

 

NANA AL NIÑO QUE NACIÓ MUERTO

Original persona pequeñita

que al contrario de todos

no has nacido.

Vívete niño vívete

que viene el Coco

y se lleva a los niños

que viven poco.

Late un momento rey

-la madre dice-

deja que me dé tiempo

a que te bautice.

Te iba a poner Tomás

y ya te vas.

¿Para qué habrás venido

sin más ni más?

¡Qué frío tienes hijo

sin un temblor,

creo que dentro estabas

mucho mejor!

-en el lago de llanto

de tu madre jugabas en la orilla…-

¡Que el demonio se lleve

tu canastilla!

 

-Tiene ojos de listo,

es un pequeño sabio,

-y otra vecina dijo:

de buena se ha librado.

Pequeño criminal

dulce adversario

-sin nacer ni morir

a tu madre has matado-,

mientras tú,

mi niño diferente

ni blanco ni negro

mientras tú

échate un sueño largo

mi niño azul.

 

TEMOR

Hay un perro que ladra,

como un serrucheo grande que serrase el tronco de la noche.

 

Hay un gato que maúlla,

como muerto de amor sobre el tejado de mi alcoba;

 

hay un escalofrío general en mi cuerpo,

como si alguien pasase la lengua por mis cuadros.

Hay un cínife loco que se da bofetadas contra la lamparilla.

Y hay una soledad llena de seres

que abren y cierran puertas y ventanas

mueven papeles y alzan los visillos

y hay un muerto de miedo sobre mi cama.

Y hay algo que no hay entre las patas de mi silla.

 

EJERCICIO

Repasa el pasado.

Recuerda el recuerdo.

Recuerda la mata.

Despliega el repliego.

Apaga la radio.

Enciende el espliego.

 

 

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