Y aquél que fue un poco mi jefe entonces, me arrastró. Era el cierre del recorrido que me hizo de todo lo que había sido su orgullo profesional, de todo para lo que había trabajado tantos años mostrándome, para finalizar, la joya de la corona.
Me contuve para no dar palmas cuando marchábamos -qué pensarán de mí estos señores- así que, de momento, no se me notó gran entusiasmo. ¡La Histórica! Siempre había querido ir. Tantos años en esta santa casa y aún no había hecho la visita.
¿Visita? El coche arribó en un patio cuadrado, vivienda de la mayor encina que yo haya visto nunca en la almendra de la capital. Nos miraba, divertida. Gracias a ella, entornando los ojos y ensanchando el alma, se borraban los coches y el cemento. Las casas de corrala aparecían en un paisaje como el de la Casa de Campo. Las mujeres y los hombres charlaban llevando cabalgaduras del ronzal por un ancho camino de tierra y tomando agua de cántaros. Otros, llevaban mulas con alforjas llenas de grano.
Trotamos hacia las escaleras de entrada, seguidos por el ligero cabeceo burlón de mi amiga encina, para quien nada es desconocido. Andamos por recibidores y pasillos, yo intentando por todos los medios retener la información que se me proporcionaba, escuchando nombres, viendo personas trabajando en amplios y luminosos despachos… hasta que entramos en el pequeño taller de restauración de tapices.
Una doctoranda trabajaba en uno, enorme, extendido sobre una mesa. ¿Qué hacía? Quitaba con unas pinzas, trocito a trocito, el producto de una mala restauración anterior; un hilo amarillo que no sujetaba bien el tejido y había producido nuevos desgarrones, para sustituirlo por otro mejor. ¿Cuánto le llevaría completar el trabajo? Unos seis meses, dijo. ¿Cuántos tapices y cuántas doctorandas podría la universidad poner en buenas relaciones, con sus pequeños o grandes talleres correspondientes, para bien de unas y otros? -Pensé. Lo pensé, y pensé si lo habría pensado la propia universidad.
Después, ya no tuve tiempo de pensar tanto; sólo de sentir. Pasamos a otro despacho destinado a restaurar esta vez libros. La especialista estaba trabajando en unir los fragmentos de un texto, algunos no más grandes que una uña, o al menos colocándolos lo más próximos posible unos de otros para dotarlos de sentido. Nos pidió que no habláramos alto, y que nos acercásemos con mucho cuidado, porque los pedacitos podían volar. Conteniendo la respiración, me aproximé. Se distinguían letras griegas, palabras en algunas ocasiones. ¡Recuperar un texto y darle significado! ¿Cuántas horas de dedicación, cuánto amor había que ponerle a aquel trabajo? Me pregunté si no debiera ser obligado en la ESO y el bachillerato -sea cual sea la rama- acudir a observar un rato la reconstrucción de la cultura y la historia, quiénes y cómo lo hacen, lo mismo que lo es la contemplación y explicación del funcionamiento de una empresa. Me iba a contestar, pero la respuesta no me gustaba nada, así que lo dejé para otro rato.
Un compañero enfrente suyo se ocupaba en restaurar una ampliación fotográfica donada como parte de la colección de un particular. Era el rostro severo de una dama joven, hermosa, con vestido oscuro y oscuro cabello recogido en la nuca. En el reverso del cartón estaba escrita a pluma su historia: En 1919, habiendo visto que su hijo caía al río Tajo y se ahogaba, por intentar salvarle, se arrojó también, pereciendo ambos…
Escoltados por mi pacientísima homóloga, llegamos al despacho principal. Y ella, la de mirada inteligente, cargada de ironía, aguda e inquisitiva, nos condujo al corazón del santuario. Pasillos, escaleras, profundidades. Llegamos a las cámaras donde no llega -casi nunca- nadie.
Reconozco que le tiré un poco de la lengua. El deseo de comunicar y la pasión estaban tan a flor de piel que se abrieron inmediatamente paso. ¿Estaba llegándoles la biblioteca de la Residencia de Señoritas? La estaban catalogando y pronto se podría consultar. Aquí estaba la biblioteca de Rubén Darío, allí otra colección particular donada… y seguimos, escuchando datos minuciosos y amplia información de todas las salas, hasta encontrarnos en otra en donde estaba lo que se había recuperado después de la guerra de la Facultad de Filosofía y Letras. Ella hacía deslizar las estanterías, que, exhalando un suave suspiro, mostraban en sus baldas, marcialmente alineados, cientos de volúmenes con tapas o sin ellas, amarillentos o con páginas blancas.
El aire estaba a temperatura y humedad constante -la cifra exacta fue recitada con devoción- .
Pero.
Había más.
Ese aire…
Era denso. Vibraba, estaba lleno. Bajo el sonido de las explicaciones, se escuchaba con claridad el murmullo ferviente, constante. Todos querían contar, todos ansiaban ser leídos. Cada uno intentaba explicar la historia que guardaba y la que él mismo era. El papel y la manera en la que estaba construido, la imprenta en donde se fabricó, los cómos y por qués de los propietarios y bibliotecas por las que pasaron ¡Tantísimas cosas!
Llegamos a la sala donde estaban los ejemplares más antiguos, los incunables y manuscritos. Aquí, con escrupuloso mimo, se conservaban restos de libros quemados en la guerra. Nunca hasta ahora había visto el cadáver de un libro. Locuaces testigos, códices del s. XIII abrasados casi en su totalidad, mostraban aún trozos de texto, letras capitales todavía con color o incluso dibujos completos.
La de mirada afilada y cargada de humor lanzó una espontánea queja. Tenía tantos ejemplares que no podía traducir, tanto conocimiento que no abarcaba a descifrar… estaban en hebreo, en griego, en latín. Necesitaba quien los pudiera interpretar y no tenía casi nadie capaz de hacerlo. Esto me devolvió a mi vicio de preguntación habitual. ¿Quiénes son los que no necesitan personas formadas en disciplinas que transmiten cultura, que nos acercan el conocimiento? La sociedad, nos dicen, no los necesita. A la sociedad, nos cuentan, le convienen más disciplinas de mayor empleabilidad. ¿Para qué egresados en lenguas muertas? ¿Quién necesita el conocimiento, la cultura, lo más peligroso a lo que se puede acercar el ser humano?
Un libro de mapas con grabados prolijos descansaba abierto en una vitrina. ¿Quiénes los habrían consultado? ¿Qué manos artistas podrían representaron aquél mundo del s. XV?
Pero no me contesté, tampoco. No ahora.
Finalmente, paramos en el Paraninfo, impresionante sala hecha precisamente para dar cabida a muchos ninfos. Me dolió no poder quedarme más rato aguzando el oído, pero la impertinente campanilla del sentido común avisaba del tiempo transcurrido.
Fuera, en el exterior, el corro de personas se detuvo a fumar y despedirse unos momentos.
-¡Psss, psss!..
-¡Doña encina! Discúlpeme, no puedo acercarme a usted. Estoy aquí con las personas.
– Oh, vaya, qué lata.
– ¡Ya!…
– Dale recuerdos de mi parte a los cedros de la plaza de Matemáticas y a los de Agrónomos.
– Se los daré, descuide.
– No tengo noticias de ellos tan frecuentes como quisiera. Depende del viento… con quienes sí tengo más contacto es con los del Retiro.
-Ah, pues yo soy muy fan del Candelabro.
– Es una leyenda viva. Hasta de bellota escuchaba yo hablar de él.
– Bueno, doña, lo siento mucho ¡Me tengo que ir!
– ¿Vendrás otro día a verme?
– Claro. Y con tiempo. Tenemos mucho de qué charlar y eso que acabamos de empezar a ser amigas. Cuando me jubile, seguro. Pero espero que mucho antes.
– ¿Cuándo será eso?
– Unos diez años.
– Ah, bueno, un suspiro.
– Sí, doña. Un suspiro.
Asintió, con su copa dorada por miles de florecillas mientras zarpábamos, proa hacia la cotidianeidad.
No sé si he contado que el capitán del navío era el que fue un poco, entonces, mi jefe.